Probablemente muchos de los que paséis por aquí ya habréis leído, en muchos casos más de una y dos veces, el artículo que se relata a continuación. Estas líneas serían el pistoletazo de salida de una generación que podría calificar con mil y un apelativos, pero todos ellos serían repetidos. Fue Julio César Iglesias, periodista de El País por aquel entonces, quien escribió un artículo atípico. No hablaba de las estrellas del momento. Se fijó en la cantera madridista. Esta vez el protagonismo no estaría en el Estadio Santiago Bernabéu, sino en la Ciudad Deportiva del Real Madrid. Esa sepultada hoy por cuatro mastodónticas torres.Este artículo, no por tanto repetido, es menos interesante. No podía faltar en el blog.
Castilla Club de Fútbol, esplendor en la
hierba
Si el fútbol fuese una ciencia exacta, el éxito del Castilla sería sólo una
igualdad matemática: con la jornada de ayer, quince puntos, cinco positivos,
veinticinco goles a favor, once en contra. Si el fútbol fuese únicamente una
ciencia, el éxito de Butragueño, delantero centro titular, sería un simple dato
numérico: quince goles en once partidos. La serie goleadora de Butragueño, El
Buitre, es una muestra de calidad personal y es también el resultado de una
suma de esfuerzos. Detrás de El Buitre están el trabajo de un entrenador con
imaginación, Amancio Amaro, míster AA, y el ingenio colectivo de Michel,
Pardeza, Sanchís y Martín Vázquez. Una promoción a la que los hinchas comienzan
a llamar La quinta de El Buitre.
Las primeras noticias sobre El Buitre datan de hace dos años y de un trofeo
Santiago Bernabéu. Aquélla era una tarde cubierta de estaño, estaño fundido,
cuyas últimas luces llegaban, divididas, desde las azoteas de los edificios más
próximos.
A las siete de aquel miércoles de cerveza y fundición, los cronistas
comenzaban a deslumbrarse con cierto Taland, un holandés berrendo en
surmoluqueño que llevaba el balón con ceremonia, como si fuese un pastel de
cumpleaños. Una vez en área, le enseñaba el pastel al defensa, y en el último
momento lo escondía con el donaire de un prestidigitador. Luego bajaba la
cabeza como si quisiera recoger los aplausos en el hoyo del cogote.
Pero en aquella tarde metálica los
ojeadores descubrirían un segundo fenómeno: para responder al holandés berrendo
en surmoluqueño, Grande, el entrenador local, sacó a un extraño chico dotado de
una tosca figura de repartidor. Tenía la espalda recta, las piernas robustas y
cortas, y los brazos, largos y pendulares. Por si fuera poco, estaba rematado
por una cabecita poliédrica cuyo punto de fuga era una nariz triangular. Como
contrapartida, no tenía un pelo de tonto; alguien, seguramente un aprendiz, le
había rapado al cero. Aquel tipo se llamaba Emilio Butragueño.
Cuando recibió el balón, las cosas cambiaron radicalmente. Dio un toque para
controlar, levantó la cabecita, vio un hueco entre los defensas y metió un pase
que era medio gol. Unos minutos después se había confirmado como un virtuoso
del juego corto, uno de esos seres nacidos para la picardía de los salones de
palacio. En el último minuto empató el partido. “Ni un pelo de tonto”,
reconocieron los escépticos.
La quinta de “El Buitre”
A la sombra de Michel comenzó a crecer Miguel Pardeza en los valles planos
del estadio Santiago Bernabéu. Había venido de algún lugar de Huelva. Tenía la
sagacidad de los linces de Doñana y, sobre todo, su misma rapidez. Para Pardeza,
el gol es, antes que una jugada, un presentimiento. Tiene, como su compañero El
Buitre, un pálpito especial que le permite situarse en el punto exacto, justo
un segundo antes de que el balón haya llegado hasta allí. Luego toca, amaga,
vibra y se esfuma entre los defensas como un muñequito electrónico. A la vista
de su baja estatura, de su juego entre cósmico y tercermundista, los
aficionados sospechan que no es únicamente una modesta versión de Maradona y
una versión superior de Pato Yáñez; podía ser muy bien una mutación de Amancio
y Johnstone; tal vez un ordenador japonés de bolsillo. Hasta ahora ningún
defensa ha logrado tomarle el programa, y en Segunda División comienza a
rumorearse que, de noche, todos los gatos son Pardeza.
Meridiano de “Greengoal”
Detrás de él, más bien hacia el centro, se mueve Lolo Sanchís. Seguramente nació por primera vez cuando su padre le hizo un gol agónico a Suiza en el mundial de Londres. Aquel Sanchís de tupé, barro y medias caídas se alzó del suelo gritando gol y soñando con una perpetuidad llamada Lolo.
Hoy Lolo tiene dieciocho años, una especie de ceja única, como de Polifemo, y es un niño terrible. Si estás en el equipo contrario, te persigue, te quita el balón, te pasa por encima, se escapa, y mata al portero de un disparo a bocajarro. Es muy malo, muy peligroso y muy positivo, y lleva una crónica negra escrita en la frente. Si no se regenera pronto, podría convertirse en uno de los mejores medios-matraca de Europa, borrar la memoria de Nobby Stiles y Bobby Moore, y aburrir a Sócrates, Falcao, Antognoni y otros sabios de Grecia en el Mundial de 1986. Si Dino Zoff decide volver, peor para él. Porque dicen los augures que el próximo grito de la hinchada será “¡Mata, Sanchís!”
Los cambios de juego hacia la izquierda suelen comenzar en Martín Vázquez. Como su amigo y protector Ricardo Gallego, aprendió en un colegio de frailes. Es, sin duda, la nueva frontera del fútbol. Tiene el ascetismo seco y disciplinario de los trapenses y el misticismo barroco de las carmelitas. Vive sin vivir en él, es decir, se desvive. Pero lo hace jugando al primer toque, o conduciendo con prudencia el balón, o persiguiendo al enemigo con la tenacidad de los peregrinos. Tiene la disciplina de Overath, la paciencia de Gárate, la solidez de Gerson y la fantasía mediterránea de don Manuel Velázquez Villaverde, duque de la Menta. Hay una línea imaginaria, un meridiano de Greengoal, que une Wembley con Maracaná a través de Chamartín y del Camp Nou. Pasa por Rafael Martín Vázquez.
De repente, Martín Vázquez, la próxima gran figura de la fiesta, centra con la parte exterior del pie, controla Michel, toca, ¡top!, hacia la derecha, recibe Pardeza, quiebra, pasa hacia el punto de penalti, llega Butragueño, desvía hacia la izquierda. Gol, goool. Gol de El Buitre. Catorce goles en diez partidos.
Hace mucho tiempo Alfredo Di Stefano tenía hilo directo con el Olimpo. Hoy debe tenerlo con las brujas de Macbeth y con el espíritu de Maquiavelo, como lo tuvo cuando volvió a River Plate. Allí, Beto Alonso estaba indispuesto;
Fillol quería irse; Pasarella pensaba en Italia, y Tarantini, en su mujer, la vedette Pata Villanueva. Don Alfredo llamó a la última promoción de juveniles del club, a la quinta de Clausen y Vieta. Y ganó el campeonato.
Si los augures no se equivocan, ahora tiene diez minutos, acaso dos o tres partidos de Liga, para movilizar a la quinta de El Buitre. Para llamar a la imaginación, a la disciplina y a la calidad.
Tal vez así no logre ganar el campeonato, pero algunos hinchas recordarán el espíritu aventurero de Old Trafford y dirán: “El viejo don Alfredo ha vuelto a ser Di Stéfano”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario